viernes, 29 de mayo de 2015

¿Quién no ha comido un piure?

A simple vista parecen piedras cubiertas de liquen. Hay que abrirlas para descubrir el misterio que encierran

Un plato de piure.
La gran sorpresa de la semana fue encontrar piures en la oferta de La Mar, la cebichería limeña de Gastón Acurio, y al día siguiente volver a dar con ellos en La Picantería, el ejemplar negocio abierto hace dos años por Héctor Solís en Surquillo. Vienen de Paracas, un par de cientos de kilómetros al sur de la capital, aunque por esas aguas no le dicen piure, nombre por el que lo conocen los chilenos, sino ciruelillo, que parece más descriptivo.
En La Mar llegaron a la mesa convertidos en sudado, un guiso elemental en el que se cuecen con trozos de cebolla y tomate en un caldo condimentado con ají amarillo y jugo de limón. Es un guiso delicado y profundo al mismo tiempo. Me cuentan que también puedo encontrarlo en La Picantería y lo busco un día después. Primero en cebiche, troceados crudos, condimentados con limón y ají limo y acompañado de unos trozos de cabrilla. Es como darle un bocado al fondo del mar. Termino con una parihuela —otra muestra de la cocina marinera peruana— de pejesapo —pariente lejano del rape, de carne blanda y gelatinosa— con piures. Es un guiso rotundo, poderoso y un tanto enigmático.
A simple vista, los piures parecen piedras cubiertas de liquen. Hay que abrirlas para descubrir el misterio que encierran, liberando una pieza redonda de color anaranjado vivo y brillante, con dos pequeños tubos oscuros en la parte alta. Es blando y revienta en la boca, llenándola con un sabor salino e intensamente yodado. Es potente, sutil y, de alguna manera, sobrecogedor. Viene a ser un trasunto del coral de la concha —vieira, ostión— y el erizo. Mar, sal, dulzor… en un viaje directo al sabor más potente del mar.
Es blando y revienta en la boca, llenándola con un sabor salino e intensamente yodado
Decididamente es un marisco extraño; uno de esos productos raros que el mar proporciona en algunos rincones del planeta y que acaban marcando las señas de identidad de algunas cocinas. Muy pocos han visto antes de hoy en la mesa de un restaurante peruano. Lo suelen comer de cuando en cuando los pescadores de la zona de Paracas, Ica y San Andrés, pero como sucede con tantas otras especies, nunca llegan al mercado. Mil kilómetros más al sur, en las cocinas chilenas, el piure es un elemento popular y reconocido. De hecho, solo vive en esta agua del sur del Pacífico.
Los tres platos que acabo de encontrar en Lima son una excepción. Gloriosa, pero excepción al fin y al cabo. El hábitat natural y hasta hoy exclusivo del piure son las cocinas de Chile. Allí di con él por primera vez en el Boragó de Rodolfo Guzmán. Según mis notas, el plato se llamaba bombón de piel de piure relleno de piel de mandarina, y funcionó, pero no mostraba la verdadera naturaleza del marisco. Lo había visto en el Mercado Central de Santiago, entero o limpio, embolsado con agua de mar. Mi segundo piure, que realmente fue el primero, llegó en un restaurante del mercado. Era un cebiche: mucho limón, cebolla picada y cilantro, componiendo la tradicional salsa verde chilena. También se llama “al matico”, como me explica el periodista Carlos Reyes, al tiempo que me aclara las diferencias que he visto en el mercado: los del sur muestran un color rojo intenso, mientras los de aguas norteñas son mucho más oscuros, casi violetas.
Decididamente es un marisco extraño; uno de esos productos raros que el mar proporciona en algunos rincones del planeta
El mismo Carlos Reyes me hace de guía en la ruta del piure. Primero, al natural, en los mariscales —combinaciones de mariscos, tradicionales en las caletas de la costa—, para seguir por guisos como los que se preparan en lebrillos de greda, las empanadas de piures con queso de Valdivia, o el arroz que sirven en la santiaguina Confitería Torres, siguiendo una receta familiar de los propietarios, originarios de Puerto Montt.
Las cosas cambian al sur, donde el piure aparece estrechamente vinculado a las tradiciones de la cocina mapuche. Allí el piure se seca al humo, siguiendo técnicas ancestrales chilotas, en hoyos forrados con piedras calientes, y se conserva durante largo tiempo. Una vez rehidratado, da lugar a pucheros populares —con mariscos, papas, cebolla y ají— y es uno de los protagonistas del curanto, uno de los guisos heredados de la cultura mapuche.
Fuente: El País

jueves, 14 de mayo de 2015

Encuentran botellas de champán de 170 años en perfecto estado

Botellas de champán francés de 170 años de añejamiento, halladas en los restos de un barco en el mar Báltico en 2010 fueron degustadas y analizadas por unos científicos, que las encontraron muy dulces, pero en perfecto estado de conservación.
Este champán, cuyas botellas están ahora entre las más antiguas de las que se tenga noticia, es además el más añejo que se haya jamás catado y analizado.
El cargamento de 168 botellas fue descubierto a 50 metros de profundidad en 2010, precisaron los investigadores franceses que analizaron su composición química y tuvieron el placer de degustar su contenido.
Las etiquetas habían desaparecido para el momento en que las botellas fueron descubiertas, pero los expertos lograron identificar a los conocidos fabricantes Veuve Clicquot-Ponsardin, Heidsieck y Juglar, gracias a marcas en los corchos.
Los resultados de la investigación fueron publicados el lunes en la revista PNAS, de la academia estadounidense de ciencias.
Este hallazgo proporciona detalles sobre los métodos de fabricación y los gustos de los amantes de este prestigioso vino de mediados del siglo XIX.
“Después de 170 años de añejamiento en el fondo del mar en condiciones casi perfectas, estas botellas adormecidas de champaña se despertaron para contarnos un capítulo de la historia de la vitivinicultura”, señaló el estudio.
“Era un muy buen vino, impresionante. Me quedé largo tiempo con su aroma en la boca”, contó Philippe Jeandet, profesor de bioquímica alimentaria de la facultad de ciencias de la Universidad de Reims y principal coautor de la investigación, en una entrevista telefónica con la AFP.
Citando a enólogos profesionales que degustaron muestras de este champán después de dejarlo respirar un poco, Jeandet calificó el vino como “muy joven, muy fresco, con una nota floral o afrutada”. “Nos sorprendió enormemente que estuviera tan perfectamente preservado, tanto en su composición química como en su aroma”, añadió.
Y, contrariamente a lo que habrían esperado, los expertos determinaron que no existen grandes diferencias en los perfiles químicos de estos ejemplares sumamente añejos con respecto a los actuales.
– Hábitos dulces –
“Desde el punto de vista de la salud del consumidor, pienso que este champán era casi tan irreprochable como los vinos de hoy en día”, aunque tenía niveles un poco altos de cobre, por la sulfatación de las viñas para combatir los hongos.
Pero, “tal vez, la característica más sorprendente de este champán báltico es su extraordinariamente alto contenido de azúcar”, comentó Jeandet. Esta dulzura puede haber venido del almíbar de uva que se añadía antes de encorchar las botellas, indicó el estudio.
El champán contenía cerca de 140 gramos de azúcar por litro, cerca del triple de lo que se estila en los tiempos modernos y tres veces el azúcar que se encuentra en una botella de Coca-Cola. Esta cantidad de azúcar suena excesiva a la luz de los gustos actuales, pero no en aquel momento. Según los archivos de Veuve Clicquot, esto corresponde a los gustos de la época en Francia y en Alemania.
Desde que las botellas fueron halladas en las profundidades del mar Báltico, ante las costas de Finlandia, muchos asumieron que el cargamento se dirigía a Rusia. Pero la correspondencia entre Madame Clicquot y su agente en San Petesburgo revela que el mercado ruso prefería un vino mucho más dulce aún: con 300 gramos de azúcar por litro. En aquella región, incluso se solían añadir cucharadas de azúcar al vino que se tomaba en la mesa, según los investigadores.
Hoy en día, un champán semiseco contiene cerca de 50 gramos de azúcar por litro, pero los más consumidos son los bruts o ultrasecos, que no tienen nada de azúcar.
La investigación también sugirió que las condiciones frías y oscuras del fondo del mar podrían ser un lugar ideal para almacenar champán.
En 2011, una botella de Veuve Clicquot que provenía de este naufragio fue vendida en una subasta por un récord de 30.000 euros (32.400 dólares al cambio actual).
Fuente: La Flecha


viernes, 8 de mayo de 2015

Cocineros estrella a precio de perrito caliente

Apúntese al ‘street food’. Sin mesa ni mantel puede ponerse las botas de comida rica y asequible servida en camionetas con encanto

  • Enviar a LinkedIn4
  • Enviar a Google +4
MadrEAT
David Robledo, sumiller del restaurante Santceloni, en la caravana The Fliying Cow, en MadrEAT el pasado febrero. / LUIS RUBIO
Este fin de semana, el centro financiero de Madrid se inundará de llamativas furgonetas vintage, carpas fragantes y un enjambre de inquietos clientes. En el evento, que ha tenido lugar en ocasiones anteriores (normalmente, el tercer fin de semana de cada mes), los visitantes consumen su pedido de pie; y otros, con suerte, pillan una de las pocas sillas y mesas de madera desperdigadas por la zona. Los cantos de piedra de los jardines sirven de asiento para la mayoría, y muchos simplemente despliegan su botín sobre el césped en un simulacro de cámping. De los árboles cuelgan guirnaldas; de fondo, la música tecno compite con el ronroneo de los generadores eléctricos. El aire huele a especias, cerveza y relajado optimismo.
El acontecimiento se llama MadrEAT, y se celebra en la capital desde octubre del año pasado. También en octubre, Eat Street, en Barcelona, se organizó por primera vez al aire libre. En los últimos meses, comer en la calle se ha convertido en tendencia. Hacerlo no es nuevo: los puestos de churros, las castañeras y las casetas de feria existen desde siempre. La diferencia es que el street food es una experiencia gastronómica de primer orden: aquí, en vez de fritanga, uno viene a degustar propuestas culinarias de calidad, artesanales y, en algunos casos, de autor.

Del ‘marketing ‘ a una quesería

“Se trata de dar una comida bien hecha a un precio asequible”, resume el cocinero Ricardo Sanz, que cuenta con una estrella Michelin en cada uno de sus tres restaurantes Kabuki. En la pizarra de su camión puede leerse “atún teriyaki”, “temaki de salmón” y “bandeja de sushi”, y lo más caro cuesta cinco euros. “Hay que echarle imaginación e intentar hacer arte y con gracia”, dice.
Gracia tampoco le falta a la furgoneta de Estanis Carenzo, de Chifa (Madrid), o a la de Chirón, el restaurante de Valdemoro (Madrid) con otra estrella Michelin. Aquí se puede probar su yogur de morcilla, una de las joyas de su menú degustación, y creaciones ex profeso como el pan de pita con lomo de orza o empanadillas de ropavieja conhummus. “En los restaurantes estamos encerrados en unos estereotipos; el pan de pita no podemos hacerlo, y nos gusta hacerlo”, explica su chef, Iván Muñoz. “Hay muchas formas de practicar la alta gastronomía”.
Para participar en MadrEAT hay que pasar un examen. Un consejo asesor, del que forma parte Iván Domínguez, de Alborada (A Coruña), también galardonado por la influyente guía, se reúne periódicamente para probar las propuestas y conocer a sus creadores. “Hay una explicación de la gente que elabora: queremos entender lo que se está haciendo. Queremos ver a las personas”, dice Domínguez. “Buscamos el mejor nivel, sin perder el punto de artesanía, y teniendo en cuenta la variedad”.
Juan Luis Royuela no tiene estrella Michelin; ni siquiera restaurante. En su furgoneta despacha simplemente queso. Artesano, eso sí, y procedente de la cabra del Guadarrama, una raza autóctona de la sierra de Madrid. Allí radica Quesos La Cabezuela (en Fresnedillas de la Oliva, a 12 kilómetros de El Escorial), la quesería que este profesional de la publicidad y el marketing compró en 2010 “por necesidad de trabajar”. Su queso es selecto: brie o cheddar de cabra inspirados en los productos franceses e ingleses. Las elaboraciones, creativas: burroqueso (tortilla mexicana con queso), requesón gelificado con mermelada de fresas o brochetas con membrillo. “Hoy no vale solo transformar la leche en queso, sino que tenemos que transformar el queso en comida. Es lo que nos pide el público. Por eso nos hemos apuntado a esto”, justifica.

El concepto 'street food' nació en Los Ángeles (EE. UU.), de la mano de inmigrantes latinos que se ganaban la vida sirviendo recetas de la abuela en sus camiones
Desde que se hizo cargo de la quesería, Royuela ha recorrido el mundo para absorber ideas. En Nueva York y Londres descubrió las camionetas de comida callejera y se olió que la moda llegaría a España. Simultáneamente, en los mercados tradicionales los clientes empezaban a pedirle que les cortara el queso para consumir allí. “Y empiezas a hilar temas. Dijimos: ‘Vamos a crear la cheese truck, la primera camioneta del queso”.
Royuela localizó la suya en Lieja (Bélgica). “Encontramos a un tío que nos la vendía a la mitad de precio que en España. Aquí nos pedían 20.000 euros, y a nosotros, con transporte, nos salió por 12.000. Me cogí un avión y me fui para allá. Y empezamos el proyecto”. Hoy, la Cheese Truck —su nombre oficial; una coqueta furgoneta barnizada de verde lima— es una realidad. “Representa muy poco en la facturación”, admite su propietario. “Es una apuesta de futuro”.

Aire retro para las furgonetas

Las furgonetas son santo y seña del street food; algunos empresarios prefieren montar una carpa, pero no es lo mismo. Otros, como The Flying Cow, una caravana. Estos vehículos antiguos tienen encanto, están restaurados con esmero y contribuyen a dotar a los eventos de una estética propia, a medio camino entre la verbena de toda la vida y la moda hipster. La reina de estas camionetas es la Citroën HY, que la casa francesa empezó a fabricar en 1947. Lo ocasional de las convocatorias de street food hace difícil amortizar la compra, de ahí que muchos ofrezcan su furgoneta para bodas y fiestas privadas. En algún caso, también reciben ingresos de publicidad: el aire romántico y aventurero, como de road movie, de estos furgones itinerantes, ha atraído a algunas firmas, como la marca de cervezas mexicana Sol que ha elegido a los dueños de la camioneta Eureka, de Barcelona, como protagonistas de una de sus campañas.
Pero la mayoría encuentra más cómodo alquilar una HY (o similar) para participar en un evento. Eso lo detectaron enseguida emprendedores como Pablo Pratmarsó, que se dedica a arrendar furgonetas retro para ferias de street food. Pratmarsó, otro profesional reciclado —es abogado—, constituyó el año pasado la empresaRufina e Hijas con una sola Citroën HY; actualmente dispone de tres furgonetas, la última, una Renault Estaffete, de diseño más setentero. “Nos gustaban la gastronomía y los cacharros antiguos y fuimos a buscarlos a Francia cuando vimos que despuntaba una oportunidad de negocio”, explica.
Alquilar a Rufina (así llaman a su primera furgo) o a sus hijas un fin de semana cuesta entre 850 y 1.250 euros, dependiendo del modelo y el equipamiento. Uno de sus clientes es Chirón: la furgoneta que el restaurante planta en MadrEAT es la estilizada Estaffete. Cada vez que se celebra uno de estos eventos, hacen pleno. “A veces pasa que tenemos las tres funcionando y nos piden más”.

Aquí, en vez de fritanga, uno viene a desgustar propuestas culinarias de calidad, artesanales y, en algunos casos, de reconocidos chefs
Cuando eso ocurre, llegan a acuerdos con otras empresas del sector. De momento, con flota hay tres (alguna, como la de Food Trucks Club, cuenta con hasta 16 HY). Empresas de distribución de maquinaria hostelera, como Kitchen Consult, han comenzado a incorporar camiones. También han florecido autónomos que han comprado un vehículo para alquilarlo, por no hablar de los proveedores de platos, conos y cubiertos biodegradables para la comida callejera, de repente muy solicitados. “Es interesante y hasta digno de estudio cómo ha ido evolucionando este fenómeno”, se sorprende Pratmarsó.
El concepto street food como lo conocemos hoy nació en Los Ángeles (EE. UU.), en 2010, de la mano de inmigrantes latinos que, con una moderada inversión, podían ganarse la vida sirviendo recetas de la abuela en sus camiones. Pronto saltó a Nueva York y otras ciudades americanas y, de ahí, a Europa. La costumbre anglosajona de comer rápido y a pie de oficina, unida al hecho de que muchos cocineros no podían permitirse abrir un restaurante, encontró en la cocina sobre ruedas la fórmula ideal. Para diferenciarse del típico puesto rodante de perritos calientes, la mayoría apostó por ofertas originales: especialidades fusión, bocadillos gourmet, productos orgánicos. Anunciaban por Twitter dónde se iban a apostar. En 2012, ya generaban 580 millones de euros en ingresos; el 1% del total de la restauración norteamericana. Cuota que esperan haber multiplicado por cuatro en 2017.
En España, muchos se enteraron de su existencia gracias al programa Cocina sobre ruedas, que empezó a emitir el canal Energy en 2013, en el que el cómico James Cunningham recorría Norteamérica probando propuestas culinarias de camiones de comida. Hollywood también le ha echado el ojo a esta corriente: la película#Chef, estrenada en España el pasado agosto, cuenta la historia de un cocinero que se va de su restaurante para montar un food truck, con estrellas como Dustin Hoffman, Scarlett Johansson, Robert Downey Jr. y Sofía Vergara.

Todos quieren repetir

Estaba cantado que en España, donde nos gusta comer y nos encanta la calle —¡adoramos las terrazas!—, la idea calaría. Entre 15.000 y 20.000 personas acuden a cada edición de MadrEAT. Una cifra similar alcanza Eat Street en Barcelona. Estas iniciativas han sido bien acogidas por un público cada vez más interesado en la alta cocina; en particular, los foodies. “Lo que se denomina foodie no tiene edad: todos tenemos un amigo de 20, 40 o 50 años que es el típico cocinillas, que siempre tiene el jamón guay y se va a Galicia y vuelve cargado de productos”, comenta Patricia Mateo, organizadora de MadrEAT. “El perfil del foodie es clase media, media-alta, gente a la que no le importa pagar un extra por que el jamón esté más rico”. Mateo es la directora de Mateo & Co., agencia de comunicación que trabaja con un buen número de cocineros con estrella Michelin. “Nos interesa estar a la cabeza de las tendencias y mover el mundo gastronómico en Madrid”, señala.
Detrás de Eat Street también está una empresa de comunicación:BCNMÉS, una publicación cultural que se distribuye por bares, restaurantes y galerías de Barcelona. Su festival tiene un carácter más reivindicativo. “Queremos promover que el espacio urbano es de los ciudadanos”, dice Linda Silva, organizadora del evento. “Trabajamos con muchos bares y restaurantes y todos quieren repetir”.

“El problema es que no hay ley para esto. Los ayuntamientos tienen miedo a que los hosteleros se nieguen” (Linda Silva, organizadora de Eat Street)
Si cocineros y asistentes están contentos, ¿por qué no hay más comida callejera? La respuesta es sencilla: la ley no lo pone fácil. La normativa sobre venta ambulante contempla el comercio de alimentos cocinados (siempre que se cumplan unos requisitos sanitarios); el problema llega a la hora de solicitar permiso para ocupar la vía pública. El decreto que regula el ejercicio de la venta ambulante determina que “corresponderá a los ayuntamientos determinar la zona de emplazamiento para el ejercicio de la venta de ambulante o no sedentaria, fuera de la cual no podrá ejercerse la actividad comercial”. Y, por ahora, los ayuntamientos prefieren circunscribir el street food a recintos de eventos puntuales. “En EE. UU. tienes el camión y da igual dónde lo aparques, siempre estás autorizado para vender”, afirma Mateo. “En España nos dan la licencia por el evento, como organizadores. Tenemos que presentar plano de arquitecto, plano del tema energético con un ingeniero industrial… Y a partir de ahí, eres un evento. La licencia la tiene MadrEAT. Tenemos una licencia para hacer un evento igual que si fuera el Salón del Gourmet en IFEMA o Madrid Fusión”.
“El problema es que no hay ley para esto”, lamenta Silva, que cree que detrás hay un conflicto de competencia. “El principal miedo de los ayuntamientos es que el gremio de hostelería diga: ‘No quiero que pase esto’. Me imagino que muchos restauradores no querrán tener unfood truck al lado de la puerta de su bar”. Sin comedor, ni aseos ni camareros y que puede llevarse a sus clientes.
Probablemente habrá que esperar para ver a estas coloridas camionetas circulando y aparcando a su antojo por las ciudades. Pero aunque sea de forma esporádica, la tendencia sigue creciendo. “Hay que ver si es rentable o no, si los legisladores abren la mano o no”, valora el chef Iván Domínguez. “Es un momento de sembrar”.
El País

¿Por qué hay alimentos que no podemos parar de comer?

NUTRICIÓN

Algunos tipos de comida actúan sobre el cerebro de un modo que tienen similitudes con las drogas capaces de crear adicciones

  • Enviar a LinkedIn17
  • Enviar a Google +40
  • Comentarios9
Alimentos que no puedes dejar de comer
Comidas con mucho azúcar y grasa como los churros enganchan más. / REUTERS
Las chocolatinas, algunos frutos secos o las patatas de esa cadena de restaurantes de comida rápida. Hay algunos alimentos que parecen drogas. Sabemos que engordan e, incluso, que nos revolverán el estómago, pero no podemos parar de comerlos. El motivo podría ser que, aunque con una intensidad mucho menor, comparten características con otras sustancias adictivas. De hecho, algunos estudios con ratones ya sugieren, por ejemplo, que comer algunas galletas tienen un efecto sobre el cerebro similar al consumo de cocaína.
Como sucede con las drogas, no todos los alimentos son igual de adictivos. Las comidas con azúcar, o con grasa suelen tener un potencial mayor que la lechuga o las pechugas a la plancha. En opinión de Fernando Rodríguez de Fonseca, coordinador de la Red de Trastornos Adictivos del Instituto de Salud Carlos III, esta diferencia “tiene mucho sentido desde el punto de vista fisiológico”. La explicación está en el sistema de refuerzo del organismo, el mecanismo de aprendizaje que nos hace buscar todo aquello que es bueno para la supervivencia de nuestros genes, como la comida, el sexo o la posición social. “Dentro de este sistema, cuando tengo hambre, voy a buscar una comida más calórica, como las que tienen azúcares o grasas, que me satisfaga más rápido y con mayor intensidad”, añade el investigador.
Clasificación de los participantes de comidas por su posible consumo problemático, de 7, muy problemático, a 1, nada problemático
Sobre este sistema de aprendizaje y recompensa, regulado por hormonas como la leptina en el caso de la alimentación, actúan las drogas. “Si introduzco en la comida elementos que activen este sistema de recompensa de una manera más aguda, las buscaré con mayor interés”, continúa Rodríguez de Fonseca. Es el caso de las comidas procesadas, como la pizza o la bollería, que incluyen en un solo alimento una mezcla de grasas y azúcares refinados que son muy raras en la naturaleza.
Según explican los autores de un reciente estudio sobre esta materia, “estudios de neuroimagen han revelado similitudes biológicas en las pautas de disfunciones relacionadas con la recompensa entre adictos a la comida y individuos dependientes de sustancias”. Igual que los adictos a otras drogas, los adictos a la comida ven activadas las regiones que gestionan este sistema de aprendizaje cuando se les muestra comida.
La comida procesada une azúcares y grasas de un modo que casi no existe en la naturaleza
Otra de las similitudes entre los efectos de las drogas de abuso y las comidas que más enganchan está en la concentración de las sustancias que proporcionan la reacción de recompensa. En ambos casos, no suelen estar en su estado natural sino que se han tratado para lograr un efecto más concentrado que incrementa sus capacidades adictivas, como sucede con la adormidera de la que se produce el opio. Los responsables del estudio, liderados por Ashley N. Gearhardt, de la Universidad de Michigan (EE UU), consideran que la mayor concentración de los azúcares o las grasas que producen la recompensa en las comidas procesadas pueden incrementar su capacidad adictiva.
Además de la concentración, otra característica que puede estar detrás de los alimentos más adictivos es la rapidez con que se absorbe y llega a la sangre. “Por ejemplo, cuando la hoja de coca se mastica, se considera que tiene poco potencial adictivo”, explica el estudio. “Sin embargo, una vez que se procesa en una dosis concentrada que llega rápidamente al sistema, se convierte en cocaína, que es altamente adictiva”, continúa. De un modo similar, los alimentos altamente procesados, comparados con los alimentos naturales, tienen más probabilidades de producir un pico de azúcar en sangre, "algo importante porque se conoce un vínculo entre los niveles de glucosa y la activación de áreas del cerebro que están relacionadas con la adicción”, añaden los investigadores. “Esto se ve en la diferencia entre panes como el pan de trigo sarraceno, que tienen un índice glucémico bajo y se absorbe despacio, y los panes hechos con harinas procesadas, que se comen con más avidez y sacian menos”, apunta Rodríguez de Fonseca.
El mayor índice glucémico hace que un pan blanco enganche más que el integral
Para tratar de observar qué comidas están más relacionadas con comportamientos parecidos a la adicción, los investigadores pidieron a 120 voluntarios que clasificasen 35 alimentos por su capacidad adictiva de acuerdo a una escala diseñada previamente (ver tabla). En sus resultados, las comidas procesadas, con mayor índice glucémico (que mide la velocidad a la que se absorben los hidratos de carbono) y grasas, se asociaban con mayor frecuenta a comportamientos similares a la adicción. En opinión de los autores del estudio, “el hallazgo de que el procesado era el factor más predictivo para saber si una comida estaría asociada con un comportamiento alimentario similar al adictivo es una evidencia preliminar para estrechar el rango de qué comidas están implicadas en las adicciones”.

La droga engancha más

Pese a las similitudes, la comparación entre la “adicción” a algunos alimentos y la que producen drogas como la cocaína está lejos de ser idéntica. Los estupefacientes químicos van directos al sistema de recompensa y producen un efecto mucho más intenso que la comida, que aún requiere la mediación de hormonas como la leptina para causar su impacto en el cerebro. “En animales, se ha visto que una droga como la cocaína, si dejas de tomarla, tienes unos efectos conductuales muy claros que no suceden cuando dejas dietas altas en grasa o azúcar”, afirma Carlos Diéguez, director del Centro de Investigación Biomédica en Red‐Fisiopatología de la Obesidad y la Nutrición (CIBERobn), dependiente del ISCIII.
En opinión de Diéguez, el estudio tiene muchas limitaciones, como el hecho de que sean los propios voluntarios los que califiquen lo adictiva que es cada comida. Esto se podría deber a factores como la textura o la presentación de la comida y, desde el punto de vista científico, no se ha podido obtener una “evidencia clara de que ninguno de los componentes de la comida cree adicción”. Por ejemplificar la diferencia entre sentirse muy atraído por un alimento y una conducta adictiva, pone el ejemplo de su propia familia. “Nos gusta mucho el chocolate, y sabemos que si hay una pastilla por casa va a durar un par de minutos”, cuenta. “Por eso, no compramos y así no comemos, pero si se tratase de una droga de abuso como la cocaína, nada nos pararía para consumirla”, asevera.
Para el investigador puede haber otras explicaciones para que las hamburguesas o algunos dulces se coman en exceso, como el hecho de que las comidas procesadas se suelen consumir con mucha facilidad y cuando llega la sensación de saciedad ya se ha ingerido una cantidad importante. Además, lo que en determinados países o culturas puede ser un alimento irresistible, como sucede con el marisco, en otros puede resultar repugnante. 
Por ahora, la evidencia científica no ha permitido introducir la adicción a los alimentos o a comer entre otros trastornos adictivos como las drogas o el juego. No obstante, la comida o determinados alimentos cuentan con un factor de riesgo que no comparte con los estupefacientes ilegales. Las chocolatinas o las patatas fritas de la hamburguesería se venden por todas partes y de forma legal.
Fuente: El País

Exprésalo con flores: Te quiero MaMá